Premio al mejor relato local: cuentos de la laguna. Berrueco 2010.
Rosa y el jardín de la Higuera
Siempre había oído hablar de Bello, el
pueblo de hermoso nombre, pero nunca conduje por carreteras que me
llevaran a él, aun así, Rosa, mi buena amiga, me dedicaba horas de paseos por
sus recuerdos, y juntas caminábamos por lindos parajes, sus palabras me adentraban en los escondites de
su alma inquieta, alcanzando lugares que terminaron resultándome tan familiares
que fácilmente podría reconocer las calles por donde había recorrido su niñez.
A decir verdad, siempre deseé visitar las tierras de las personas a las que quiero, convencida de
que ello es una forma de compartir el cariño hacia las raíces y seres que me acompañan en mi viaje. Allí dondequiera que he ido viviendo, primero
Ceuta, después Lérida, siempre mantuve mi interés por las culturas de pueblos
cercanos y he podido rememorar o participar de algunas, pero es tan poco lo que
puedo abarcar y tanto lo mucho lo que se
va quedando a un lado...
De Teruel, bien conocía aquello que todo turista no podía
dejarse atrás: su Torico ¡cómo no!, pero sobre todo sus Amantes, leyenda que
más de una hemos invocado cuando a tu enamorado le brindas tu pasión hasta más
allá de la muerte. Una vez allí, no deja indiferente la perseverancia con la
cual la ciudad rinde homenaje a dos seres que queriéndose, no pudieron amarse
como hubieran deseado.
Pero es imposible adentrarse como turista por los caminos
de la niñez de Rosa, para ello, hay que tener madera de viajera de antaño y olvidarse de la premura…
dejándose llevar por un tiempo que discurre sereno, tan calmo que se he
remansado en sus recodos auténticos, teniendo la ocasión de bañarse en sus
parques y en su naturaleza viva para conversar con lugareños,
asomándome a relatos y tradiciones de esa buena gente que vive a los pies de una Laguna.
Oír a mi amiga hablar de Tornos, Berrueco, Las Cuerlas,
Gallocanta, esos pueblos que más allá de Calamocha con el mítico Bello se
abrazan amparando la Laguna, me había
encariñado hacia un Teruel aún por caminar…
Rosa me hizo amar estas tierras antes de poner un pie en
ellas, avivando el anhelo de divisar a lo lejos las espadañas de sus ermitas,
de compartir algunos momentos con sus serenos habitantes, gentiles con
transeúntes de paso y generosos con el ajetreo que todo foráneo provoca.
Me ilusionaba llegar hasta esas villas que custodian la
gran Laguna de aguas plateadas para comprobar si realmente existía tal como ya
la conocía o por el contrario sólo era una ilusión alimentada por tanto cariño
manifestado en su afán de acercarme al gran manto, que se ofrece majestuoso a
cuanto habitante anida por sus orillas. Rosa me transmitía en cada frase un
gesto de ternura hacia las olas en reposo de Gallocanta.
A nuestra querida Rosa siempre le gustó pintar, quizás
por ello era capaz de cromar tan vivamente sus recuerdos, dejando su
huella plástica en vivientes tonos provocadores, ya fuera en sus
evocaciones o en sus cuadros. Así, le gustaba jugar a tapizar con flores las
hierbas adormecidas de patios abandonados, y lo cierto es que pasado un tiempo,
las plantas florecían vivarachas junto a pequeños matorrales. De ella os diré
que la luz se hacía compañera de sus
pinceles de colores, para atrapar tonos
existentes en imágenes reales vividas de ensoñaciones y recuerdos.
Yo participaba de este talento, sólo como observarte, admirando como se puede dar vida a los cuadros... ¡yo que solo sé dibujar
personajes!, pero Rosa, puede vestirlos con el color que mejor se adapta a sus
hazañas ya que en sus manos dejo el destino de sus ropajes.
Aún conservo la
afición a escuchar relatos sin estar sentada junto a hogares encendidos, me
encanta acurrucarme bajo cuentos e historias pasadas, que no por ser
increíbles, no se manifiestan menos ciertas.
Rosa, fiel a teñir
leyendas de antaño, me sumergía en paisajes de atardeceres rojizos, donde ella
soñaba o pintaba bajo la sombra de la
vieja higuera, ésta, sabiéndose
importante, se mostraba dueña y señora
del jardín y ofrecía magnánima su frescor a los habitantes del caserón, que con
sus ventanales abiertos se sumaban al agasajo con aires recién bañados en las saladas aguas cercanas.
La higuera
con el tiempo se tornaba más grande y sabía,
cobijando en sus ramas la magia
de los relatos decantados en el tiempo, tal fue su generosidad que un buen día
decidió que ella misma “la señora
higuera” haría de narradora de sus cuentos.
El venerable árbol dejaba pasar los años y con ellos las
horas de espera sabiendo que todo llega en su momento, y… una mañana cuando el
verano dejaba entrever su merecido descanso y el calor se adormecía cerca de
los insolentes árboles que se despojaban de sus ropas, la carretera se hizo
presente, y Rosa ¡por fin!, me colocó frente a un recta: en ella, las señales
marcaban kilómetros de descuento para llegar a la casa que yo conocía por
haberla transitado inmóvil, atenta a la escucha, sentada en el sillón de las vivencias que no
por ser ajenas, no eran menos compartidas.
Al llegar al hogar de las historias, lo primero que deseé
fue acercarme a la señora higuera, que en su jardín permanecía aguardando a sus
invitados. Rosa había tomado asiento sobre los matojos incipientes, mientras,
yo buscaba su sillón de los sueños. Una vez acomodadas nuestra amiga la higuera
arqueó sus ramas para acogernos:
“Hola amigas, os estaba esperando... en verdad, ha sido
un duro invierno, y a pesar de que me arropé en mis hojas evitando el frío,
creo que se me heló otro poco de mi desgastada savia... Sé bienvenida viajera
amiga de Rosa, -me saludó la higuera-. En
mis días invernales me mantuve ocupada pensando en el regreso de vidas y risas
entre las ventanas al viento, en mis raíces construí enredaderas de historias
para celebrar nuevos encuentros, y éste lunes de agosto es uno de los más
esperados... desde que mucho tiempo atrás
le oí susurrar a esta tierra que "te había llamado.”
“Esta noble higuera no puede negar que es de aquí...” -pensé por un instante sonriendo – “gentil...
¡y socarrona!". Cierto es que bastante me he dejado esperar.
Prosiguió entonces:
“Habéis de saber que hace ya muchos siglos, en estas tierras donde tanto os gusta pasear,
nos alcanzó un gran imperio, y algunos de sus legionarios aquí se quedaron
levantando la primera ciudad que altiva se alzaba reflejándose en el lago,
Lucumtum, orgullosa por divisar cada
mañana campos de azafranes que conservan su peso en monedas de oro”
Rosa y yo, permanecíamos calladas escuchando el relato, y
nuestra amiga se crecía mientras nosotras viajábamos a épocas donde emperadores
se proclamaban señores y laureles vitoreaban las conquistas y los legados.
“Pero la gloría pasó en apenas mil nidadas, y una y otra
vez llegaron años de batallas, de medias lunas y cruces, de creyentes y de
infieles, heridas que no dejan
impasibles las aguas que se funden en el cielo, castillos almenaron sus
cercanías, creando fortalezas que
invocan aún edades en las que guerreros encomendados a su mismo Dios o al
otro, herían a pueblos que moran a las
orillas de la Laguna... aún resisten
mudas torres que añoran arengar armas y ondear blasones, todavía hoy voces de
otras épocas codician el lago, mal ejemplo si para adorarte no dudarían en
volver a teñir de rojo aguas y juncales.
Fue ésta en la que arraigo, tierra de nobles y recios
antepasados, siempre presente en formas de vida de antaño, sobreviviendo a
cambios de vientos, erosiones y por qué no decirlo: a manos de algunos hombres
que maltrataron su natural enclave, tu
Laguna, sola, amamantabas a tus pueblos, eran tiempos donde eras más dulce y
tus aguas daban de beber a más bocas sedientas.
Pero…dejemos pasar
la historia, aún quedan muchos hechos y grandezas de este lugar que aún están
por llegar y por escribir... os sugiero queridas amigas que toméis cualquiera
de las leyendas que cuelgan de mis ramas,
mientras queden niños de edad o de corazón, seguirán junto a mis frutos
madurando y abriéndose para vosotras...
Mirad ésta, una de las más altas... ¡pero no seáis como
esos brutos que para devorar mis frutos! ¡Capaces son de darme con la vara!, yo
os la acerco, poneros un poco de puntillas para alcanzarla... “
Rosa y yo tomamos a manos abierta la leyenda que nuestra
amiga higuera nos sugería y entregándosela a sus ramas nos leyó:
“Cuentan de una mujer cada amanecer llegaba hasta las orillas de la
Laguna, mojaba sus manos en el agua salada, y humedecía su rostro con ella,
dicen que al sentir la frescura sobre su cara , resplandecía hermosa y al
mirarse en las aguas, era como si los años pasados quedaran atrapados entre los
juncos y su hermosura se mantuviera intacta.
Siempre al llegar el día realizaba el mismo ritual pero
llegó una mañana que al reflejarse en el agua había desaparecido el
encantamiento, su rostro era diferente, sus manos arrugadas, sus ropas no
lucían lisas sobre un cuerpo dulce y joven. Extrañada, mojó primero sus pies y
después hasta su cintura, pero seguía mirándose en el agua, y cada vez que lo
hacía, su piel marcaba el paso de los años. Aterrada mojó todo su cuerpo, se
sumergió en las aguas, volvió a mirarse en el lago y contempló a una anciana...
ella exclamó al cielo pidiendo su belleza, pero el cielo le enseñó su historia
y le dijo que era hora de que la Laguna dejara de mojar su cuerpo. Ella le rogó
tenerla siempre cerca, que no la desterrara de sus aguas, y en ese momento el
cielo la convirtió en Luna para que cada noche hiciera resplandecer su
hermosura.”
Rosa y yo escuchábamos a la higuera, había atardecido, el
frescor nos hizo adentrarnos en la casa, estábamos cansadas y decidimos
sentarnos junto a la ventana. Hablamos de la historia que nos había contado la
higuera, y de pronto, sentimos deseos de coger el coche, conducir hacía la
orilla de la Laguna, de tomar el agua con nuestras manos, de pasarnos las manos
por la cara, juntas miramos al cielo, y en ese momento, resplandeció la luna.
Nos quedamos
dormidas junto a las aguas. Amaneció, el canto de las aves anunciaba un nuevo
renacer, Rosa se dirigió hacía el coche, sacando una caja con múltiples
colores, en sus manos, pinceles y lienzos. Caminó hacía mí, pronto inundó de
colores la tela sobre la que pintaba, yo la admiraba asombrada, sus manos
reflejaban la belleza de las aguas queridas, mientras, yo busqué en mis
múltiples recuerdos una libreta donde escribir, inicié un nuevo relato en él,
higueras y personas retomaban vida, mis personajes se habían convertido en
colores bajo el fondo de un viejo lienzo. Levanté la vista hacía la Laguna,
dejé mi pluma en el suelo, Rosa colocó sus pinceles nuevamente en la caja de
múltiples colores, me pidió que le leyera mi relato y justo en ese instante una
mujer apareció de nuevo, mojó sus manos en el agua, mojó su cintura y su pecho,
y mirándose en las aguas… su reflejo desapareció con el viento.
Querida Laguna de Gallocanta, apenas tres días anduve por
tus suelos pero te quedaste en mi mirada grabada y te recuerdo cada noche
cuando la Luna se hace señora en el cielo.
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